Abdicaciones
Son tiempos exigentes, tiempos que reclaman fuerza y vigor personal para hacer frente a las tensiones y dificultades del momento, quizá eso explique de alguna manera el hecho insólito que ha protagonizado Benedicto XVI con su renuncia: “ …en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado.”
Creo sinceramente que con ese gesto de desprendimiento y renuncia presta un gran servicio a la Iglesia de Roma humanizando la figura del Papado y despojándola de los rasgos absolutos y absolutistas que ha tenido en el pasado. No deja de ser un hecho significativo que singulariza el tiempo que vivimos. En la larga historia del Papado no se cuentan sino dos renuncias, una rocambolesca referida al Papa más precoz de la historia, que fue elegido Obispo de Roma cuando tenía 14 años con el nombre de Benedicto IX derrocado por Silvestre III fue reelecto el 10 de abril de 1045 y en mayo de ese mismo año abdicó vendiendo su cargo a Gregorio VI. Otra renuncia más relevante y menos política fue la de Celestino V que tuvo la osadía de abdicar de su cargo después de su nombramiento en el Cónclave de 1292-1294 y con apenas medio año en la Silla de Pedro, agobiado por las luchas entre las grandes familias —Colonna y Orsinni— por el control de Roma.
Abdicar es una renuncia en lo personal pero sin embargo puede ser un servicio en lo institucional, en cuanto que es un mecanismo de apertura y renovación, abre una posibilidad de cambio, de ajuste, de revitalización en momentos en que esos cambios y esa renovación no pueden demorarse.
Algunas abdicaciones han sido memorables y significativas en las Historia: En las abdicaciones de Bruselas (1555–1556), nuestro Carlos I dejó el gobierno imperial a su hermano, Fernando y la de España y las Indias a su hijo Felipe, cuando comprendió que su tiempo histórico se había agotado al desaparecer sus grandes antagonistas : Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de Francia en 1547 y Martín Lutero en 1546.
No menos memorable fue la abdicación de la Reina Cristina de Suecia tan hermosamente representada por la gran Greta Garbo. Requerida en 1647 por la Corte para que conociera varón y diera un heredero al trono finalmente, proclamó —sin dar motivos— que no pensaba casarse, abdica en su primo para no pasar por el lecho nupcial y abandona su país y termina convirtiéndose al catolicismo y viviendo en Roma.
Memorable fue también en los albores de la II Guerra Mundial la abdicación del monarca inglés, Eduardo VIII que como muestra la película “El discurso del Rey” causó una crisis constitucional cuando manifestó su deseo de proponerle matrimonio a la dos veces divorciada Wallis Simpson. Los primeros ministros del Reino Unido y los dominios se opusieron al matrimonio y forzaron su renuncia quizá también movidos por su desconfianza respecto de las simpatías del Rey con la Alemania nazi.
Eduardo no quiso renunciar a su amor por la señora Simpson, pero tampoco quiso poner en peligro la misma continuidad de la monarquía y en 1936 decidió abdicar. Fue sucedido por su hermano menor, Alberto, que eligió usar el nombre de Jorge VI y que fue un magnífico Rey, el padre de la actual Isabel II.
Tienen sabor histórico las palabras que pronunció el entonces presidente de las Cortes, Manuel Ruiz Zorrilla: «Queda elegido Rey de los españoles el señor duque de Aosta».
Amadeo abdicó, corto de apoyos, impotente ante la situación de inestabilidad política del país agobiado por las luchas en Cuba y la guerra carlista de 1872.
En estos casos el cambio siempre trae esperanza y por lo tanto procede inclinarse por los buenos augurios: El Papa renuncia…¡Viva el Papa¡
Javier Otaola. Abogado y escritor.
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